Atravesé como una flecha los arbustos, arañándome la cara con las ramas desnudas que se torcían como garras en todas direcciones. Hundida en la nieve hasta la pantorrilla, cada paso era una cuchillada. Mis pulmones buscaban con desesperación el aire mientras estallaban a lo lejos las bombas que me ensordecían al vibrar en mis oídos.
Las imágenes golpeaban mi cerebro sin control. El bosque sumido en sombras se mezclaba con las llamas lamiendo las casas y los edificios derrumbados; los animales que pasaban huyendo a toda velocidad por mis costados se confundían con todos aquellos desesperados que había visto corretear sin rumbo por las callejuelas apenas minutos antes, aullando nombres e intentando encontrar refugio del fuego y las balas.
La voz rota de algún lobo distante sonaba como mi hermano, suplicándome que corriera.
Un pequeño problema del pánico es que te desordena la realidad.
Corre, Maia.
Y corrí, sí. Corrí con la esperanza de llegar pronto al pie de las montañas. La idea de estar moviéndome en círculos me enloquecía, si me encontraban todo estaría perdido. Es curioso porque de haber parado, orientarme hubiera sido lo más fácil y ridículo del mundo. Orientarse no es un problema cuando los árboles pueden hablar contigo. Pero yo no pensaba en eso. Los árboles eran un borrón verde, marrón y blanco a mi alrededor; su canto agónico latía en mis orejas, sentían el calor del fuego en sus raíces.
Pronto me golpeó el silencio. El aire se había vaciado de explosiones. El bosque no emitía un solo sonido. Me detuve en seco y me sorprendí a mí misma en un claro, un pequeño círculo limpio de verde. Miré a mis espaldas, por encima de los pinos, distinguiendo una humareda que subía en círculos hacia la noche. Se detuvo mi corazón. Ni siquiera había gritos.
Sentía arder el pecho y mi estómago contraerse de formas inhumanas. Uno no se imagina lo agotador que es algo así. Tienes mil sensaciones que se pelean para que les prestes atención, y tú no tienes ni fuerzas para asimilar el significado de lo que te está ocurriendo. Tenía frío. Tenía sueño, tenía miedo, pero lo peor era la culpabilidad. Era como si uno de los cascotes de escombros que volaban en todas direcciones se hubiera instalado en mi costado y me estrujara, me sacudiera. Di un par de pasos vagos entre la nieve limpia del claro.
Colapsé. El pánico que me había empujado a correr por tener una oportunidad de sobrevivir fue sustituido por el peso de todos aquellos a los que había abandonado para que murieran.
No tuve mucho tiempo para pensar en ello. El bosque fue azotado por un ruido no muy lejano, cortándome la respiración de golpe. Intenté silenciar mi cabeza. Caballos, varios de ellos, a galope entre la maleza. Los suficientes y suficientemente rápido como para que no los silenciara la nieve.
Ansiosamente miré a mi alrededor buscando dónde meterme. Necesitaba un lugar, un refugio, un agujero, algo, o iba a estar perdida, perdida. El pánico subió de nuevo por mi esófago al caer en la cuenta de que no iba a encontrar nada salvo árboles.
Una idea me atravesó la cabeza de un flechazo. Me arrastré a un árbol roto cuyo tronco descansaba inclinado sobre la nieve, dejando un hueco debajo. Me cubrí hasta las cejas con la capa y me aplasté contra él, en el suelo. Esforzándome por ignorar el frío, que atravesaba todas las capas que llevaba encima, me cubrí con la nieve tanto como pude.
Respiré con profundidad. La concentración era vital. Apreté los párpados, fruncí el ceño y me centré en las manos que, temblando, hundí en la nieve y clave en la fría y congelada tierra. Rezando para que funcionara, murmuré un par de palabras tan antiguas que ya casi han caído en el olvido. Ayúdame, Madre.
Me palpitaba a toda velocidad el corazón cuando empecé a sentir la energía recorriendo mi cerebro, mi pecho, mis brazos. Débil, pero existente. Repetí una y otra vez la formula, intentando mantener el control sobre mí misma. Se me acababa el tiempo.
Y un pequeño inconveniente de la magia es que suele abandonarte.
Sentí una corriente eléctrica recorrer mi cuerpo y abrí los ojos. A penas era capaz de ver mis propios dedos. Mi piel, antes olivácea, se confundía con el blanco del suelo. Lo mismo sucedía exactamente con mis ropas.
Era una maravilla. Ese tipo de hechizo estaba totalmente fuera de mi rango, y había sido capaz de realizarlo en una situación así. Casi pude sonreír por aquella ausencia repentina del color en mí, pero no tuve tiempo de alegrarme. El ruido de los cascos se intensificó hasta que pude verles entrando al claro. Contuve un mínimo de esperanza de que simplemente pasaran de largo y todo fuera unos segundos de horrible espanto, pero desapareció al verlos detenerse. Cerca, demasiado cerca. El silencio era para entonces una losa. Casi echaba de menos los estallidos.
A escasos metros de mí estaban los caballos más grandes que había visto jamás. Su color azabache era escandaloso en el paisaje, y sus jinetes, a quienes no podía siquiera mirar sin que se me helara toda la sangre que contenían mis venas, hablaban entre ellos en una lengua que no reconocí. Arrastraban las palabras, teñidas de ira, como si les costara hablar.
Noté mi cordura escapándose a medida que pasaban los minutos. Supe que, de alguna forma, sentían mi presencia y no estaban dispuestos a dejarme escapar. Dieron unas vueltas por el claro buscando, como yo unos minutos antes, algún posible escondite. Hubo un momento en que uno de ellos se acercó hacia mí, y se me detuvo el cuerpo. Me envolvió por completo el olor putrefacto de la sangre, y tuve que aguantar las arcadas, cerrando con fuerza los ojos.
Sostuve el aire. Silencio.
Perdí por completo el sentido del tiempo, quizás también la consciencia por un rato, porque en cuanto abrí los ojos ya no estaban allí. Lo único restante de su presencia era un rastro rojo que se perdía entre la maleza. Hiperventilando, entumecida, salí de la protección del árbol. Estaba muerto, pero no pude evitar murmurarle un gracias mientras me arrastraba por la nieve unos cuantos metros, sin prácticamente sentir mis extremidades.
El dolor era algo insoportable, pero me forcé a caminar, consciente de que si no encontraba donde refugiarme iba a morir allí mismo y todo habría sido en vano. Los pinos habían vuelto despacio a su cántico pero hablaban a la vez, mezclando las palabras. Debían tener miedo. Yo no entendía nada de nada.
Vagué a través del bosque durante lo que sentí como una eternidad. Las fuerzas y la noción de lo que me rodeaba me fueron abandonando, y el sueño no tardó en llegar. Dejé de sentirme desesperada a pesar de que ni siquiera se adivinaban los picos de las montañas desde donde estaba, y simplemente me dediqué a deambular mientras mis pasos se volvían lentos y mis movimientos, torpes. Me dejé entumecer hasta que caí en la nieve. Podía notarla muy lejos, quemando con su hielo la piel de mis mejillas. Permití que los gritos del bosque se convirtieran en un murmullo lejano. Solo quería dormir, así que me dejé llevar por la oscuridad.
En mis últimos instantes de consciencia, y justo antes de que todo desapareciera, dos brazos surgieron de la niebla y me levantaron en volandas.
Entonces se apagó todo.
Un estruendo me despertó de golpe. ¿Una bomba? Parpadeé con fuerza para acostumbrarme a la repentina luz. Estaba en lo que parecía ser una cueva a la que no recordaba haber entrado, y estaba cubierta de pieles que sabía con seguridad que no me pertenecían. Intenté incorporarme, asustada, pero un dolor agudo me atravesó el pecho y tuve que ahogar un grito.
Jadeé, quieta, hasta que desapareció. Solo entonces me atreví a recorrer la caverna con la mirada. El hueco en la roca era relativamente pequeño, si no recuerdo mal no tendría más de tres metros de ancho y dos de alto, pero cumplía con su función de no dejar que entre la tormenta. El hecho de estar totalmente sola me tranquilizaba y asustaba a partes iguales, pero nada me encerraba, por lo que técnicamente no era prisionera de nadie. O tal vez no me consideraban capaz de huir.
Sacudí ese pensamiento fuera de mi cabeza y me arrastré entre aullidos de dolor hacia la abertura. Quería ver donde estaba. La temperatura bajaba en picado al acercarte a la boca de la caverna, pero me olvidé del frío y el viento por unos segundos en cuanto vi la altura a la que me encontraba. Quien fuera que me hubiera traído había tenido que escalar mucho conmigo a cuestas para llegar hasta allí.
Quería quedarme ahí vigilando si se acercaba alguien, pero mi cuerpo no tardó a enfriarse, por lo que volví a reptar hasta mi posición original, acurrucada contra la pared de roca. Luché por mantenerme despierta, más por miedo que por amor al estado de consciencia, pero mis párpados pesaban demasiado y terminé cayendo irremediablemente en un profundo sueño.
-Buenos días – murmuró, dubitativo.
Guardé silencio y me arrastré con cuidado lo más lejos que la pared detrás de mí me permitió, mordiéndome la lengua para contener el dolor de mis músculos.
-No os mováis. Da la sensación de que estáis herida.
-¿Quién sois? – espetó una voz ronca que casi no pude reconocer como mía.
Esbozó una sonrisa de lado.
-Mi nombre es Samuel. – calló, imagino que esperando que me presentara yo, pero no lo hice. Suspiró – Quizás deberíais echar un vistazo a vuestras heridas.
Desenvainó un puñal, lo que me puso los pelos de punta. Todos mis sentidos se alertaron, saltando como un muelle, y supongo que se me notó en la cara porque su sonrisa se amplió entre sus mejillas. Sacó entonces de una bolsa un conejo muerto, y lo agitó un poco para que lo viera bien antes de girarse y empezar a despellejarlo.
Esperé unos segundos hasta que me sentí segura de que no me miraba, y aparté las pieles que me cubrían. Me quité entonces mis zapatos, ahogando un grito al ver mis calcetines empapados de sangre. Los retiré con cuidado, descubriendo aliviada que solo se trataba de uñas rotas y algún corte. Las piernas las tenía cubiertas de amplios moratones y arañazos de distinta profundidad, pero a pesar de que casi no podía moverlas por el frío, no tenían nada serio. Proseguí hacia arriba quitándome el grueso vestido oscuro con dificultad, con los dedos de las manos intentando aún descongelarse, y contuve la respiración al descubrir un moratón negruzco que se extendía por todo mi costado izquierdo. Acerqué los dedos y un simple roce bastó para que gimiera del dolor. Una costilla rota, al menos, o quizás dos.
Suspiré un mierda frustrado, maldiciendo las explosiones y lo frágil de los edificios cuyos ladrillos se desperdigaban por los aires ante la mínima colisión. Una fractura lo dificultaba todo, y más yendo a pie.
-¿Puedo girarme?
No respondí. De hecho, apenas le había oído, pues me estresaba pensar en todo lo que necesitaría para curar mis huesos y que ni en los mejores sueños podría conseguir.
-Puedo ofreceros vendas – susurró Sam desde el otro lado.
Mis ojos se clavaron en él durante unos instantes. Seguía de espaldas, y vestía ropa negra y una capa hecha con remiendos de distintas pieles. Era ancho y parecía ser bastante alto también. El pelo castaño le caía largo, sucio y desaliñado sobre los hombros. Soltó un suspiro de exasperación y se dio la vuelta para mirarme.
Intentando ignorar el pudor que me daba estar prácticamente desnuda delante de un hombre, me incorporé contra la pared de la caverna. Una vez abandonada por la adrenalina, la realidad era extremadamente dolorosa. El muchacho, quien imagino que se había resignado a mi silencio, rebuscó durante un rato en un morral que había dejado junto al fuego, y se acercó a mí con los vendajes en la mano. Mientras él hacía esto, me desprendí de la ropa que me quedaba. No parecía tener otras heridas a parte de ese golpe y otros cortes y manchas moradas, más superficiales, en los brazos. El resto de mi piel, intacta, permanecía de su color natural y cubierta de algún que otro tatuaje. Tiritando, tendí la mano hacia él para que me diera las vendas pero para mi sorpresa, rozó con el dedo mi hombro, donde tenía trazado en color oscuro un símbolo del Árbol Madre, cuyas raíces descendían a lo largo de mi brazo y sus ramas se extendían por mi cuello.
-Sois una hija de la tierra – dijo, con los ojos muy abiertos.
Le observé en silencio. Sus ojos eran de color hielo, y me devolvía la mirada en una mezcla de miedo y respeto. Apretó los labios y empezó a vendarme sin mediar otra palabra. Tenía fuerza, y una vez hubo terminado casi no podía moverme pero sentía mucho más contenidos los pinchazos en los huesos. Mordí la lengua y respiré hondo para controlar el dolor agudo que me atravesaba el pecho.
Sin pronunciar palabra, regresó a su lugar junto a la hoguera y empezó a cocinar sobre ella el animal muerto. Demasiado agotada y dolorida para hacer ningún movimiento, ya ni hablar de vestirme, descansé todo mi peso sobre la roca y solté un suspiro.
-¿Quién sois vos? - le pregunté, de nuevo.
-Samuel H'lak, hijo de Jort. Vengo del sur, de Grya.
El corazón se me disparó en el pecho. Grya. El extremo meridional de nuestro país. Lejos, lo suficiente como para que resultara desconcertante, si no preocupante, encontrar a algún habitante fuera de allí, demasiado lejos incluso para que él supiera de nuestra existencia.
-¿Por qué nos conoces?
Un pequeño efecto colateral de la guerra es que te enseña a no confiar en nadie.
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