Asaltaste mi cuerpo y lo llamaste justicia divina. Qué bonita, dijiste, mientras rasgabas raíces y ropa y mordías cada curva, cada eje, cada punta. Me besaste muy fuerte. Dabas miedo, con toda esa dulzura y la religiosa concentración con la que recorriste pasito a pasito mi piel; con las yemas de los dedos, sin un ápice de prisa, movido por vete tú a saber qué certeza absoluta de que yo era todo lo que debías estar haciendo en ese momento.
Creo que nada ha sido nunca tan fácil como volverme calor contigo, con tu boca fresca sabiendo a fruta y tus manos frías trazando el arco de mi columna vertebral. Todo aliento eras, besándome tan fuerte. Pero nada más dulce que al acercarnos y encajar. Dabas gusto, boqueando y temblando con el menor contacto, todo ojitos cerrados y pelo y rubor, todo tú aquí dentro. Y tu timidez al arquearte, y quedarte muy quieto en un suspiro intenso. Mirándome a los ojos, dejando la helada punta de tu nariz junto a la mía. Precioso, pensé, tenías tus manos en mi pelo y yo me dejaba querer.